lunes, 5 de noviembre de 2012

La Biblioteca.

Porque es biblioteca o porque es humilde
sostenida en la imposibilidad,
activa más por pasión que por necesaria,
tal vez por eso me acogió tan cálidamente.
Los relieves en las paredes cincelados por la humedad,
el aire fresco, 
ese polvo que nadie llega a limpiar 
de una semana a la otra
(una franela inmóvil desde hace veinte días
sobre el mismo libro)
y los visitantes, mientras esperan, 
tomando uno u otro libro 
y dejándolo luego en su lugar.
Las esperas son obligatorias.
El tiempo no es un enemigo
detenido en los anaqueles.
Los libros
que multiplicados en los vidrios de las puertas
como espectros
nos convierten también en libros
de nuestra historia
nuestros miedos
y nuestras promesas, 
reclaman insistentes nuestras miradas.
Y los otros
pierden su rostros y sus nombres
y son, brevemente,
por un hechizo que se celebra 
sin sacerdotes ni pitonisas,
cada uno, un ritual de reanimación
de esas criaturas misteriosas
de lomos casi siempre antiguos
y hojas ocrecidas.
Y los otros, frente a los estantes,
están para revivir todas esas palabras silenciosas.
Sólo por estar, por mirar,
por tomar y abandonarse a su follaje
y seguir las letras con interés o indiferencia
el quejido se transforma en canto
y el sortilegio se hace acto.
Luego, cuando atraviesan las puertas
son nuevamente personas,
apéndices de los más variados caprichos.
Yo observo esa danza pausada
de ritmos imposibles
mientras la espera va amputándose
segundo a segundo
y pienso en mis libros
que no cuentan con manos
que ejecuten rituales milagrosos
y me rasguña cierta tristeza
por ser carcelera de tan impensado tesoro.

gadsy / Malva Gris

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